EL MERCADO DEL DOLOR
¿Qué clase de Detective soy? ¿Ahora
a qué muerta o a que desaparecida busco? Desde que te fuiste pareciera que
desapareciste de todas partes y en das partes pareces estar. Luces y sombras
inmensas para siempre encendidas, fuentes de piedra, atalayas de “La ciudad” en la que parece que siempre
estaré de paso hacia la muerte misma, todos nos vamos y nadie se queda. Sólo
las ciudades permaneces, a veces; tan solo “un
hombre o un extranjero en todas partes”, para siempre. “La ciudad” es un maravilloso barco de
piedra que avizoraron hombres antiguos, pero ahora sólo es eso, un
presentimiento, una posibilidad de pasado, la ciudad parece llena de entes o de
gárgolas inútiles sostenidas de su oscura existencia. Los viejos tejedores de
la realidad, beben todos juntos hoy como una gran fraternidad, cantan y bailan
sólo para sí mismos. La noche no cambia de lugar en “La ciudad” en la que yo
estoy, o en “El puerto” en el que tú
estas, lo saben los vigías nocturnos del “Cinzano”, los de la “Barmacia”
también, al igual que los de “El coyote
quemado”, y muchos antros más del
puerto; también las mujeres de rostros nublados que han visto a Alejandra, los marineros de rostros mutilados.
Aún la piedra escapa -igual en todas partes- al paso de la noche; o en “La
Plaza Aníbal Pinto” ¿O cualquier bar de esta ciudad en ruinas? Tú escoge Alejandra, mi desaparecida o mi mueta.
En el mercado del placer
donde eres cliente distinguida Alejandra,
nada tiene que ver el dolor con el dolor, nada tiene que ver la desesperación
con la desesperación. Las palabras que usamos para designar esas cosas están
viciadas. No hay nombres en la zona muda. Allí, según una imagen de uso, espera
la muerte a sus nuevos amantes, es una acicalada reiteración hasta la
repugnancia, aquí, en este gran psiquiátrico o en aquél es lo mismo, “La ciudad”
y “El puerto” son lo mismo, los médicos, los sacerdotes o los políticos son lo mismo,
al igual que sus entes, todos son ciudadanos y son sus estilistas, usuarios de
la mezquindad; la belleza, sólo ellos la dosifican, la domestican, la encarecen
porque esa bestia tufosa es una tremenda devoradora.
Nada tiene que ver la muerte
con esta imagen de la que no me retracto, todas nuestras maneras de referirnos
a las cosas están viciadas y éste no es más que otro modo de viciarlas. “En el mercado del dolor”, o en “La
estación terminal”, quizá los médicos no sean más que sabios del fracaso, y
la muerte es la niña de sus ojos, un querido problema que la ciencia no
resuelve con soluciones parciales, esto es, diferir de su nódulo insoluble, sellando
una tartamudez al empezar este discurso. Puede que sea yo, de esos que pagan
cualquier cosa por esa tramitación. Me hundiré en el duelo de mí mismo, pero
cuidando de mantener ciertas formas como ahora en esta consulta con la mañana. Quiero
morir (de tal o cual manera), ese es ya un verbo descompuesto y absurdo, que
va, diré luego, razonablemente, evidentemente fuera del lenguaje, en esa zona
muda, donde unos nombres que no alcanzan a ser mencionados, arden, cuando ya
uno, qué alivio, está muerto, olvidado
en su lejana ciudad, ojalá previamente de sí mismo, esa cosa muerta que
existe en el lenguaje y que es su presupuesto. ¿Alejandra tú eres solo lenguaje, o sólo una posibilidad de encontrar
una verdad a la vida?
Invoco en la consulta al Dios
de lo no creado, pero sabiendo que se trata de otra ficción más sobre la unión
de la realidad y de lo onírico, de los comentarios de peso y de prólogos
superfluos. Soy un muerto al que le quedan algunos meses de pesadilla, y tendría
que aprender para dolerse menos de sí mismo, desesperarse y morir, un lenguaje
limpio que sólo fuera accesible más allá de las matemáticas, o de especialistas
de una ciencia imposible e igualmente válida, a un lenguaje como un cuerpo
operado de todos sus órganos que viviera una fracción de segundo, a la manera
del resplandor, y que hablara lo mismo de la felicidad que de la desgracia o del
dolor que del placer, con una sonriente desesperación, pero esto es ya decir
una mera obviedad con el apoyo de una figura retórica, mis palabras no pueden
obviamente atravesar la barrera de ese lenguaje desconocido ante el cual soy
como un humano más, llamado así por los seres terrestres al interpretar el
lenguaje humano. Pero no, soy e detective de la historia, él que te busca en tu
desaparición, o él que no quiere encontrar tu cadáver. Ambas cosas serán un
fracaso al final para mí.
Habría que hablar de la
felicidad de morir en alguna inasible forma de esas que acompañaron a la
inocencia, al orgasmo de la masturbación mental, a todos y a cada uno de los momentos que importaron a la
memoria con impresiones desaforadas. Cuando en el primer flujo - mucho más
místico que la primera comunión -.
A la hora de la muerte,
pensaré en Alejandra, ella no era una persona sino su imagen,
una amiga imaginaria, el resplandor irreal de esa criatura que si vivió, pero lo
hizo para otros, por supuesto. La masa encefálica de mi pensamiento va diluyéndose
para mi en Alejandra, la otra amiga
imaginaria, para el tiempo de los demás es sólo una imagen irreal, que cruzo
por sus vidas sin dejar más que el rastro de su resplandor en la memoria. Eso
era la muerte, y la muerte advino y devino con estúpidos medicuchos del mercado
del dolor, que le hacen click, a la máquina de memorizar, esa repugnante
devoradora acicalada en preguntas como: ¿ésta tu poesía aquí Alejandra? En suma, es la muerte el
sueño de la letra, donde toda incomodidad tiene su asiento en la cárcel de tu
ser, que te privaba del otro nombre del amor, escrito silenciosamente en el
muro o en figuras obscenas untadas al vómito.
Tu vida – es otra palabra –,
se deslizó sin haberse podido engrupir en lo existente, para detenerse en lo pasajero,
para hundir el rostro feliz en el comedero, golpear por un asilo nocturno el
amor como con una piedra a la muerte, fue la noche la que se disfrazó de mujer,
y en el altillo de una casa de azotea, para ti Alejandra, sólo soy la
sombra, el humo y la nada, porque ya no me podías desenamorar, hacía tiempo que
ya eras la dueña de mis pensamientos, y yo solo, sólo hacia los enredos en mi
pensamiento, pero también solo, estaba temblando de placer al perder la vida bajo
una claraboya con telarañas.
El amanecer lo tenemos que
reconstituir a solas ahora también, y ese momento es el dueño de la casa, es la
muerte y no otra cosa, es esa nada, ese humo, esa sombra de darte el placer, de ser la muerte y
de unirte a ella como los labios de Freud que se besan a sí mismos.